If you are happy and you know it, ¡smile!

Esta es una de las frases de una canción infantil que suena habitualmente en mi casa. Y me encanta, por su positividad. Me gusta sonreír, reírme a carcajadas. Que Monete y Mariflor se rían, mucho. ¿A quién no? Mi dilema viene en los entornos sociales. De pequeña mis padres solían bromear con lo seria que soy. «La mujer seria«, «seriatis» eran algunos de los motes que me propiciaban. Sin embargo, toda la gente que conocía (sobre todo, de adolescente en adelante) me comentaba lo alegre que parecía estar siempre y lo mucho que me reía. Aún ahora cuando conozco gente, lo primero que intento es buscar alguna excusa para bromear y reírnos. ¿Por qué me ocurre eso? ¿Tengo doble personalidad? No.

La respuesta es fácil: de forma similar al comportamiento de los niños, todos nos sentimos agusto y así nos comportamos en casa, con nuestra familia. Como persona introvertida, siempre me ha costado un esfuerzo inmenso relacionarme. A pesar de que me encanta, relacionarme me agota. Física y emocionalmente. En casa podía recargar las pilas y apartar la risa constante, no tenía necesidad de aprobación externa. En casa me querían incondicionalmente, sin esfuerzos extra. Podía ser yo y balancear un poco las horas que había pasado fuera intentando caer bien, pasármelo bien, y sobre todo, que los demás se lo pasaran bien conmigo. En consecuencia, era más seria de lo normal. También me gusta concentrarme en cosas: leer, escribir, ver una peli… y mi cara de concentración (como la del resto del mundo) ¡es muy seria!

Esto me lleva a un pensamiento que tuve el otro día, en el trabajo. Me di cuenta de que en cada call con cámara o reunión, sea yo la que presente o simplemente participe, río y sonrío bastante. Colgué mi última call del día y dije en alto «me duele la mandíbula de sonreír«. Pensé en mis calls, y en cómo mi actitud es siempre la misma. Por una mezcla de nervios y necesidad de aprobación. De ser lo que se espera, maja, simpática. Pensé en el resto de compañeras, y en que ellas también sonreían mucho. Pensé en cuando presentaban o hablaban: sonrisa perenne, un comentario amable. Pensé luego en mis compañeros, y las sonrisas estaban mucho menos presentes en sus intervenciones. Mucho menos las risas. Ellos hablaban más serios. Cuanto más serios, más profesionales parecían, más respeto inspiraban. Me imaginé la misma actitud en nosotras. Serias, hablando en reuniones o en calls. Fue raro. He conocido algunas jefas así (¿será casualidad? las más serias, suelen ser jefas. Como si seriedad y competencia o profesionalidad fueran sinónimos). Y su reputación no era muy buena. Los comentarios que provocaban en la audiencia solían ser de rechazo. «Qué borde«. «Qué amargada«. «Se le ha subido el cargo a la cabeza«. La misma actitud, en un jefe, se veía como algo normal e inspirador. Nadie comentaba su seriedad, se tomaba como algo inherente a su cargo de responsabilidad. Esperable.

Es verdad, a veces sonrío y me río mucho porque me gusta. Pero otras muchas veces no me apetece sonreír en la cámara, o en reuniones. Ni esforzarme por parecer simpática y agradar a mi audiencia con comentarios jocosos. Me gustaría tener la libertad de no hacerlo, sin que se perciba como algo negativo. A su vez, me gustaría que el sentido del humor o las risas no fueran incompatibles con la profesionalidad, y se incorporase como un aliciente para crear comunidad en los equipos. Para hacer el trabajo más humano, más llevadero. El sentido del humor es necesario y compatible con todas las facetas de la vida, en mi opinión.

Y bueno, ya sabes. Si eres feliz y lo sabes, ¡sonríe!

…O no, exprésalo como más cómodo te sientas.

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