Hecho es mejor que perfecto.
La primera vez que leí esta frase fue en el libro «Lean in» (Sheryl Sandberg) del que ya he hablado en post anteriores. Y tengo que reconocer que me explotó un poco la cabeza.
Parece algo muy obvio, básico, pero de estas cosas tan obvias que en realidad nunca te paras a pensarlas. De estas cosas tan, tan obvias que te las saltas porque ni las ves. La trampa perfecta. No es que yo tenga niveles de exigencia estratosféricos, pero sí que, cuando empiezo algo, intento hacerlo todo lo mejor que puedo. Y me empeño a veces, tanto, que me paso de rosca. Empleo demasiado tiempo cuidando cada pormenor, investigando, buscando información sobre cómo hacerlo mejor, cuido hasta el detalle más nimio de la presentación… y a veces mi tiempo estaría mejor empleado sencillamente en completar la tarea sin empeñarme en que sea perfecto. Esto además me lleva a veces a dejar las cosas a medias, porque, agh, necesito demasiado tiempo para hacerlo como yo considero que debería hacerse. O a abarcar menos cosas de las que podría.
Recuerdo cuando era pequeña y quería ser escritora. Decidí que quería escribir un libro sobre un niño que vivía en Sudán (sí, éstas eran mis ideas). Cuando me propuse materializarlo, me di cuenta de que para eso necesitaba muchisísisima investigación: al fin y al cabo Sudán no era Narnia, existía y tenía unos colores, costumbres y cultura que yo desconocía por completo. Al ponerme a investigar me sentí tan desbordada que ahí se quedó por siempre jamás.
Sí, vale, era pequeña y es un ejemplo un poco raro. Pero me encuentro muchas situaciones parecidas en el trabajo, y las que más acusan esto suelen ser las mujeres. Puede ser por el síndrome de la impostora, porque hayamos tenido que demostrar siempre más, por el miedo al fracaso y la aversión al riesgo que nos hemos llevado regalo del patriarcado, o por los niveles de exigencia tan altos que se nos han inculcado socialmente desde siempre, tanto a nivel físico, como comportamental.
Los cánones de belleza y exigencia estética hacia las mujeres son altísimos en comparación con los hombres, y el precio a pagar también: el tiempo maquillándonos y desmáquillándonos cada-santo-día si no quieres aguantar comentarios tipo «vaya mala cara tienes, ¿estás bien?«, la boyante industria de tratamientos anti-edad que se ceba con el público femenino como si envejecer no estuviera permitido para nosotras, el tiempo y dolor de tintes y depilaciones, el ir arregladas, los tacones (o esos instrumentos de tortura que te impiden moverte libremente o correr si lo necesitas), el cuerpo canónico delgado (y cuidado con tener hijos y «descuidarte»), los trastornos alimentarios.
Además, si eres mujer tienes que saber comportarte: ni muy basta ni muy callada. Dulce, amable y complaciente. Y por favor no se te ocurra ser desordenada, ¿quién va a querer estar con una mujer que no sabe cuidar su casa? Punto a favor si sabes cocinar.
En el caso contrario, un hombre puede ser desordenado (y casi es lo esperable) y aquí paz y después gloria, se levanta cada mañana con la misma cara con la que sale a la calle, las canas y arrugas le hacen un «madurito interesante» y si engorda 10 kilos, se llama curva de la felicidad. Qué risas con los amigos. Porque todo el mundo sabe que un hombre interesante y atractivo es el que te deslumbra con su inteligencia y perspicacia. En fin, que me lío: en todos los aspectos de nuestra vida las mujeres siempre hemos tenido el listón más alto, y hemos tenido que redoblar esfuerzos. Y en el terreno laboral, más de lo mismo. Quizá por eso, porque nos cuesta más demostrar que valemos, o porque siempre hemos querido hacer todo muy, muy bien para demostrarlo… nos sale el tiro por la culata. Y terminamos haciendo menos cosas, por nuestra ansia de perfección. O menos cosas «de las que cuentan».
Me explico: también leí que los buenos líderes consiguen serlo gracias a la «Ruthless Prioritization«, o «priorización implacable». Esto se trata de eliminar todas aquellas tareas que no te lleven a tus objetivos. Fácil, ¿no? Pues no. Esto es muy difícil de hacer cuando tienes la mentalidad de llegar a todo: acordarte de lo que hay que comprar, pasar por el super, poner dos lavadoras, la cita del pediatra el viernes, el cumpleaños de Pablo, el proyecto X, chequear cómo están los compañeros, ayudarles con lo que sea porque te lo piden y no vas a decir que no aunque no tengas tiempo, calls, escribir ese documento, contestar mails, hacer los cursos obligatorios y alguno más por si acaso, retocar el powerpoint para que quede muy bonito, y contestar a todos y cada uno de los chats de trabajo y personal. Con emoticonos y siendo maja, claro. Que para eso eres una mujer complaciente. Y qué cenamos esta noche.
Es difícil, pero no imposible. «Hecho es mejor que perfecto«, y conviene recordárnoslo cada día. Hacer «triage» constante porque aunque todo parece muy urgente e igual de importante, ya lo dicen: si todo es una urgencia, es que nada lo es. A ver si rebajamos el nivel de exigencia y aceptamos que no, no llegamos a todo. Como suelo decir por aquí: basta con llegar a lo importante.

Deja una respuesta