Iba a titularlo «La capacidad de cambiar de opinión», sin embargo me parece más correcto describirlo como virtud. Solemos escuchar que nunca hay que perder la capacidad de sorprendernos. La que tienen los niños en su máxima expresión, cuando todo es nuevo para ellos y valoran los detalles más nimios y cotidianos. Jugar con papá y mamá. Un rato en el parque. Las hojas de los árboles en el suelo, en Otoño (¡qué obsesión con las hojas, enemigas de cualquier madre/padre con prisa! ¡… y qué bonita la lentitud de los niños, su atención, su detalle!).
Me parece igualmente importante subrayar la virtud de cambiar de opinión. Muchas veces es visto como algo negativo, «chaquetero». Pero una de las mejores habilidades es la de replantearse lo establecido, escudriñar, preguntarse cosas, escuchar otras opiniones. Ser crítico con nuestros propios pensamientos o creencias. Esto lleva tiempo, no ocurre de un día para otro. Pero pasa. Al igual que cuando repasamos fotos antiguas decimos «¡agfh! ¡vaya pintas llevaba! ¿en qué narices estaba pensando?» (y quien diga que no ha pensado esto alguna vez, miente cual bellaco), está bien decir «uf, ¿te acuerdas de lo convencid@ que estaba hace unos años de X? ¡Y mírame ahora!«. Se llama evolución. Y es complicado aceptar que a veces no estamos en lo cierto, y que toca pensar y cambiar el rumbo. Y cuántos más años cumplimos, más nos obcecamos. Más nos resistimos al cambio.
Esto es como la capacidad de sorprenderse. Necesitamos entrenar cada día. Ser conscientes de que hay hojas en el suelo, prestarles un poco de atención. Disfrutar de un rato de juego. Reflexionar sobre la información que recibimos, y sobre nuestros juicios. Y, si procede, cambiar de opinión.
Monete y Mariflor 
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